Carmen vive en un pequeño piso del barrio La Plata, un tercero sin ascensor con escalera de peldaños altos y estrechos. Tiene 89 años.
“Me vine por loca, aunque aquí dirían que me vine por amor, pero metí la pata hasta el fondo”, así habla Carmen de cómo llegó a Sevilla, hace ya 38 años, apostando por un amor “que no salió bien”.
No tuvo hijos, ni le queda ya familia. El que fue su marido, tenía hijos de una relación anterior, pero no tiene contacto con ellos. “Lo único que me queda es este piso, que ni eso, porque lo tengo en usufructo hasta que me muera, ya después pasará a ellos”.
Carmen ha trabajado como modista desde los quince años. Fuerte y luchadora, un día la vida le dio un giro cuando su marido enfermó de cáncer y tuvo, además de sacar adelante el trabajo, que encargarse de su cuidado porque no podían contar con ningún tipo de ayuda que aliviara su carga.
Hace dieciocho años, yendo a la farmacia, empezó a encontrarse mal y, tras acudir al médico en varias ocasiones acompañada de una amiga, descubrieron que estaba sufriendo un ictus que la dejaría casi inmovilizada durante tres meses.
Diez días después de este episodio, falleció su marido y Carmen se quedó sola en el peor momento, al que se sumaba el dolor y el desamparo que causó su pérdida.
Aún se emociona cuando recuerda a su vecina de abajo: “me salvó la vida. Se vino a vivir a mi casa y estuvo durmiendo casi tres meses en el sofá. No se despegó de mi lado hasta el día, lo recuerdo muy bien, que pude levantarme e ir sola al baño”. Su vecina también falleció, aunque Carmen la guarda en el corazón y la recuerda con emoción y mucho cariño.
Con el paso de los años fue recuperando movilidad. Hoy, a pesar de la factura a la que todos nos pasa la edad, y un brazo inmovilizado como consecuencia de aquel ictus, es capaz de desenvolverse sola, hacerse la comida y “recoger las cuatro cosas que pueda tener por medio” en su piso de no más de 40 metros cuadrados.
“Gracias a Dios tengo aún la cabeza bien y puedo hacer todo lo que hago, sin embargo, necesito una ayuda que no me llega”. Carmen tiene concedida la ayuda de la Dependencia con 5 horas semanales y que le da solo para que la puedan asear y limpiar la casa “cuando le da tiempo a la chica”.
Hace años que recibe también la ayuda de Cáritas, que le proporciona una empleada de cuidado al mayor cinco horas más. “menos mal que viene Khadija a hacerme la comida, a limpiar bien la casa y a hacer la compra… o a estar conmigo un ratito, que falta también me hace”.
No baja a la calle desde las Navidades pasadas, y solo lo hace porque tiene que ir cada cierto tiempo al banco a dar fe de que está viva.
Después de hablar un buen rato con ella, cuando le preguntamos qué le gustaría tener… llora. “Quiero que desaparezcan los dolores… y morir en mi casa en condiciones dignas, sin la necesidad de tener que irme a una residencia porque no recibo la atención que necesito”.
Debajo de Carmen, viven unos chicos africanos a los que ni siquiera conoce, “no sé quiénes son, pero tampoco dan ningún problema, no se les oye”, apunta. Con la vecina de arriba no tiene trato, y frente a su puerta, reside un matrimonio árabe que está pendiente de ella para lo que necesite. “Ella es musulmana, con su velo y todo. Él es muy grande y negro… no se pueden portar mejor conmigo. Me han llevado al hospital, me han subido la compra, han llamado al médico y si no me sienten en mucho tiempo se preocupan y me llaman para ver si estoy bien. Gracias a ellos vivo más tranquila. Fíjate, quién me lo iba a decir a mí, para que luego digan…”.
"Mientras la cabeza me responda y mis vecinos sigan conmigo, seguiré en mi casa que es donde quiero estar".
Juan tiene 81 años y es de la barriada de Juan XXIII. Vive en una pequeña y modesta casita. Fue mecánico de una conocida marca de coches, se casó con Rosarito y no llegaron a tener hijos. Al cabo de los años Rosarito cayó enferma y Salud, una vecina de toda la vida que conocía el trabajo que Cáritas desarrollaba con los mayores, contactó con la institución para que ayudaran a Juan en la atención a su mujer. El día que Vicente, el trabajador que iba a realizar el acompañamiento, se disponía a visitar al matrimonio, Rosarito falleció.
Sin embargo, Salud, al ver que Juan se había quedado solo y con escasos recursos, pidió a Cáritas que no lo dejaran, continuando así el proceso de acompañamiento.
Solicitante de la ayuda de la Dependencia, esta le ha venido sin grado porque el informe médico no estaba, teniéndolo que reclamar y estando de nuevo a la espera de una resolución. De eso hace ya un año y medio.
Así que, paliando una ayuda que debería prestar la Administración, a casa de Juan va una empleada de hogar facilitada por Cáritas tres días en semana. Sin embargo, lo valioso de su situación actual no es el servicio que le presta la institución, la cual valora, sino el afortunado, desinteresado y fiel afecto que sus vecinos le muestran a diario.
“Yo nunca estoy solo”, comenta Juan, y es cierto porque al entrar en su pequeña casa se encuentran junto a él: Salud, Loli y su marido, Fernando. Ellos están pendientes de él todos los días.
Loli comenta que Juan no sabía cocinar y su mujer estaba muy preocupada por él cuando ella ya no estuviera, así que “le prometí a Rosarito que mientras yo viviera a Juan no le iba a faltar la comida”. Y así fue, esta vecina lleva la comida a su casa todos los días. “Nada más hacer el almuerzo, lo primero que hago es apartar lo de Juan”. Fernando, su marido, dice que también merienda con ellos. “Todas las tardes viene a mi casa y pasamos el rato juntos hablando de nuestras cosas, es como uno más de mi familia”. Juan no para de sonreír, sabe la suerte que tiene de contar con unos vecinos que son más hijos y hermanos que vecinos.
Salud, amiga también de toda la vida saca su carácter protector y lo cuida como si fuera una hermana. Muestra su frustración e impotencia por que Juan no tenga el cariño y la cercanía de la poca familia que le queda. Le quiere mucho y piensa que “no se lo merece”.
“El día que ya no pueda más me iré a una residencia, pero mientras la cabeza me responda y mis vecinos sigan conmigo, seguiré en mi casa que es donde quiero estar”.
Hagámonos cercanos
Las historias de Carmen y Juan invitan a pensar seriamente en la importancia que puede llegar a tener la persona que vive a tu lado. El ritmo de vida, el individualismo, la desconfianza, la falta de interés o tiempo nos impide, en muchas ocasiones, conocer y saber quiénes son nuestros propios vecinos. Cómo viven, si necesitan algo, si podemos aportarle algo... o incluso al revés.
El simple gesto de dar los buenos días, llamar a la puerta de enfrente o preocuparnos si hay algún mayor solo en el bloque y mostrarnos cercanos, puede suponer para esa persona la diferencia de vivir aislado, solo y desprotegido, a vivir “acompañado” y algo más tranquilo sabiendo que a su lado hay alguien con quien puede contar.
En el Día de las Personas de Edad, démonos la oportunidad de hacernos cercanos a nuestros vecinos mayores, especialmente a los que viven solos. Quizá podamos ser un motivo de esperanza tan solo ofreciendo un pequeño gesto de interés y afecto.